La TV vista por Raymond Chandler hace casi 60 años

Carta* de Raymond Chandler a Charles Morton.
Noviembre 22 de 1950

Si está tan harto de la televisión, ¿por qué no escribe el artículo usted mismo? Y sea como fuere, ¿con quién hay que enojarse? ¿Y quién le entregó la televisión a los mercachifles? ¿Y por qué culpar a los mercachifles de ser lo que no son? Si aceptamos la teoría, nada más que para tomar un burdo ejemplo, de que el contubernio de los cosméticos es una empresa comercial respetable, ¿por qué nos indignamos con su propaganda? Si pensamos que cómicos gritones resultan divertidos y no inefablemente vulgares, ¿por qué hemos de sorprendernos de que se organicen shows en torno de ellos? Y si se piensa que los malos shows de televisión pueden corromper a la juventud de este país, ¿por qué no se hecha una mirada a lo que ocurre en los colegios secundarios?

Para mí la televisión es sólo una faceta más de ese segmento considerable de nuestra civilización que no tuvo jamás ninguna norma salvo la plata fácil. No la tiene ahora ni la tendrá probablemente nunca...

Quizás cuanto peor sea la televisión, mejor. Me entero que la mira un montón de gente que hacía tiempo que había dejado de escuchar la radio. Quizás mucha de esta gente, después de un tiempo, comprenda que lo que realmente están mirando es a sí mismos. La televisión es lo que realmente hemos estado esperando toda nuestra vida. Ir al cine requiere cierto esfuerzo. Alguien se tiene que quedar con los nenes. Hay que sacar el auto del garage. Esa era una tarea pesada. Y había que conducir y estacionar. A veces había que caminar como media cuadra hasta el cine. Leer era físicamente menos agobiante, pero exigía un poco de concentración, aun cuando se leyera una novela de misterio o del oeste o una de esas novelas históricas, que le dicen. Y de vez en cuando a uno le podía ocurrir tropezar con una palabra de tres sílabas. Eso era un esfuerzo enorme para el cerebro. La radio era mucho mejor, pero no había nada que mirar. Los ojos empezaban a recorrer la habitación y uno podía ponerse a pensar en otras cosas, -cosas sobre las cuales uno no quería pensar-. Había que usar un poco de imaginación para fabricarse uno mismo la imagen de lo que estaba ocurriendo nada más que por el sonido.

Pero la televisión es perfecta. Uno da vuelta unas perillas, uno de esos ajustes mecánicos para los que son tan expertos los monos superiores, se repantiga en el sillón y deja el cerebro en blanco de toda idea. Y allí está uno, observando las burbujas de fango en la primavera del mundo. No hay que concentrarse. No hay que reaccionar. No hay que recordar. No se extraña el cerebro, pues no se lo necesita. Corazón, hígado, pulmones continúan funcionando normalmente. Aparte de eso, todo es paz y tranquilidad. Uno está en el nirvana del pobre. Y si algún ser de mente perversa se acerca y dice que uno se parece a una mosca en un tacho de basura, no hay que prestarle atención. Probablemente se trate de alguien que no tiene dinero para un aparato de televisión.

(*) La carta me fue recomendada por Ernesto Campanile, un amigo y gran lector a quien agradezco el compartir sus conocimientos y tiempo tanto en el Club de la Valiente Locura como en la Logika)

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